ALFREDO CAMPOS | REA nº 8 | Publicado en Mayo de 2014
Alicante siempre fue considerado un emplazamiento estratégico tanto militar como comercialmente hablando, pues en él convergían los caminos naturales ubicados frente al mar. Su puerto estaba protegido por varios cerros de gran valor defensivo, lo cual fue decisivo para procurar los primeros asentamientos humanos, de los que existen vestigios en la Edad de Bronce: un yacimiento ubicado en la Serra Grosa y datado en el segundo milenio a.C.
Los orígenes culturales de Alicante se remontan a la aparición de los pueblos íberos que datan del siglo III a.C, en relación con las factorías comerciales griegas. Los íberos tenían un carácter belicoso y fama de ser grandes guerreros que luchaban por sus tierras; mantuvieron intensas relaciones con pueblos colonizadores como fenicios, griegos, y más tarde cartagineses y romanos. Este proceso de interacción y aculturación desembocó en una cultura original de gran nivel de desarrollo y extraordinaria singularidad, como lo demuestra La dama de Elche, supremo ejemplo de la cultura íbera. Los colonos de Focea, ciudad griega de Asia Menor, tomaron como referencia marítima el monte Benacantil, también llamado “promontorio blanco” o Akra Leuka y ocupado hoy por el castillo de Santa Bárbara. Fue después de la Segunda Guerra Púnica y tras valorar las posibilidades que su cima ofrecía como asentamiento militar, cuando tenemos certeza de edificaciones y acuartelamientos, por ejemplo el de Amilcar Barca, general y estadista cartaginés que mantuvo en jaque a los romanos. En el 201 a.C. los romanos capturaron la ciudad íbera del cercano Tossal de Manises conocida como Leukante, que contaba con un buen puerto marítimo en la desembocadura del Barranco de Orgegia. Este sería el primer solar de lo que con el tiempo se convertiría en Alicante. En el período visigodo posterior la población se desplazó progresivamente hacia las faldas del Benacantil, dando lugar al verdadero origen del actual casco urbano. Entre el 718 y el 1248 la ciudad cayó bajo el dominio islámico, pasando a llamarse Medina Laqant o Al-Laqant.
En definitiva, Alicante fue conquistada en el tiempo por los griegos, íberos, púnicos, romanos, bárbaros, bizantinos, musulmanes, cristianos, moriscos… dejándonos una mezcla de culturas, construcciones y paisaje incomparable donde la riqueza de todas ellas es continua fuente de inspiración de muchos artistas.
Cuando el 9 de febrero del 2013 falleció Enrique Lledó a la edad de 90 años perdimos a uno de los mejores cronistas y pintor paisajístico de nuestra Alicante. Un maestro del color, de formación autodidacta y con una gran sensibilidad, que encontró su forma de expresión, aparte de en las fuentes universales de la historia del arte, a través de Emilio Varela y de los impresionistas, de la contemplación del paisaje alicantino. Fueron también sus maestros Van Gogh o Cézanne, pero Varela sin duda el más cercano y especial. Analizó y representó nuestras montañas y nuestros pueblos, retrató como un enamorado de su tierra cada rincón, cada almendro, cada gesto o cada señal. «Cuando, cargado de bártulos salgo a pintar al campo, por nuestras montañas, buscando lugares que ya he visto otras veces, muchas veces quizá, siempre, siempre, me sorprende su contemplación como un lugar nuevo, un lugar que descubro entonces, en ese mismo encuentro. Y es cuando, como pintor, ante el fluir de sensaciones, de emoción que el paisaje está transmitiéndome; al sentir la grandeza de su silencio, lo vibrante de su luz; oír el tintineo de la esquila de algunas cabras lejanas, (…) me siento lleno de dudas», afirmaba el pintor. Y no es que el pintor tuviera mala memoria, aliado indiscutible por otro lado para volver a disfrutar nuevamente de una misma experiencia ya vivida, sino que el esplendor de los paisajes que retrataba sobrepasaba con creces el espacio que ocupa el cajón del recuerdo de una primera mirada, necesitando volver para seguir asentando tanta belleza.
Un cierto espíritu lírico e intangible, pero al fin y al cabo vareliano, se deja ver en las obras de Lledó, en sus paisajes del valle de Guadalest, en los de Aitana o de Benimantell, donde Enrique tenía su estudio. Un refugio para los fríos días de invierno donde el artista podía encender el fuego de una hoguera mientras leía a Gabriel Miró. En ese marco es donde esbozaba sus pinturas lienzo tras lienzo, con azules, violetas o verdes que casi huelen a espliego. Un pintor que supo interpretar con sus aportaciones el panorama de un tiempo artístico en nuestra tierra.