Especial Gabriel Miró: Hacia una moral posible

Gustavo Sapere | REA nº 27 | Publicado en Marzo de 2016

Última parte del Especial con el ensayo magnífico e inédito de Gustavo Sapere que REA ha editado en cinco partes, sobre la figura de otro alicantino universal: Gabriel Miró. El autor, experto en psiquiatría y pieza clave de estudios como Literatura y periodismo, una historia de relaciones promiscuas, añade grados a esa endémica fascinación intelectual por Sigüenza que es inseparable de su propio autor, el ojo, la piel y el corazón del gran observador estético que fue Miró.

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Esa mirada es la de una denuncia y, por lo tanto, tiende a la sentencia, que es una operación forzosamente digital, no analógica. Un contraste binario que no permite establecer entre la víctima y el victimario otro vínculo que el de la exclusión recíproca. Significativamente, la operación simbólica copia en sí, sin proponérselo, lo que exhibe. En el mismo poema citado antes, el mito definitivo es necesariamente arcaico: el primer fratricidio, que se recorta, negro, sobre el fondo claro del Edén perdido:

Veréis llanuras bélicas y páramos de ascetas
–no fue por estos campos el bíblico jardín–:
Son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.

Caín mezquino, envidioso y homicida. Abel generoso, puro y asesinado. Incluso la naturaleza resulta maldecida por esa negrura moral irredimible.

Es cuestión que merecería meditarse cómo toda Castilla ha acabado hechizada bajo una leyenda negra de esterilidad y aspereza, fácilmente desmentida por la simple inspección  imparcial. Castilla está llena de verdor y regada por ríos rumorosos y risueños, tanto como ofrece yermos solitarios. Edenes no menos que páramos. Sin embargo, pareciera que, para sostener cierta radicalidad moral, hubiera hecho falta corregir mentalmente cualquier signo de amabilidad en el paisaje. El luto imaginal, a Castilla, se lo impuso ese sentimiento moral que no quería evadir una sola vileza, perdonar una sola injusticia. Las “llanuras bélicas” y los “páramos de asceta” castellanos siempre han estado más en los ojos implacables del idealismo social y moral ibérico que en la propia geografía. Es más: ver en lo castellano esa sola dureza inhumana deriva, precisamente, de unos ideales demasiado altos, casi tiránicos, que no sufren imperfección ni apocamiento. Es desde el páramo del asceta desde donde se mira lo castellano nada más que como el escenario de una sórdida carnicería.

Lo castellano se increpa a sí mismo por no ser ininterrumpidamente bueno, y bueno hasta la heroicidad. Y a esa mirada ha logrado convertir, con los tiempos y por desgracia, la mirada de los otros. El recurso de Miró ha sido diferente, porque Miró es huertano y marinero: no pretende ser un santo ni un héroe. Por eso también es “harendtiano”: el risueño paisaje levantino acoge, inocente, las inocentes muestras de la brutalidad de seres sin poder, sin odio. Nada perturba la limpidez celeste, el rumor laborioso del mar, el dulce zumbido de las abejas o el florecer opulento de la huerta. Y es por eso mismo que la observación se vuelve más inquietante. No ofrece el cobijo paradójico que proporciona la distancia de lo trágico. Nos recuerda que, no sabemos cuándo ni dónde, el Mal puede presentarse –y lo hace más a menudo que no–  “disfrazado de ángel de luz” (San Pablo, II Cor. 11,14).

Para completar el contraste, en el año que aparece El Libro de Sigüenza, hallamos a Valle incubando la negrura de Divinas Palabras. No hay Caín. No hay Abel. Sólo el mal, rodeando el templo no hollado, y unos seres sin destino retorciéndose extramuros. El gallego no exhibe el crimen de Caín para lanzar el alma a una elevación simétrica y opuesta. No le hace falta la cegadora solana mesetaria ni lo endulza el zumbido de la abeja mediterránea. Valle propone allanarse a la deformidad esencial e inevitable. Los hijos de la noche no se desvanecen con la Santa Compaña. Cuando el día raya, la luz no muestra nada que no sepamos ya, porque la maldad ya ha dicho las última palabra. El resto es una historia cualquiera, la deriva de unos personajes sometidos a la obediencia fatal de sus comienzos. Juan Ramón, por su parte, por esos años ve la edición completa de Platero. Con una sutileza alejada del satanismo del gallego y del ascetismo admonitorio del bético-soriano, el andaluz pone apenas un punto de pena sobre las infinitas desdichas de los seres sin nombre, racionales y bestias. Un punto de pena sobre la jota jimiente de Jiménez.

La noche inapelable de Galicia, la luz implacable de Castilla, la reverberación salina y sutil de Cádiz, la risueña claridad levantina. Cuatro sensibilidades para anotar la desventura humana.

Sí. Lo sé. Ya no se llevan estos excesos interpretativos. Pero no hay metáfora fuera de los sentidos, y estas pueden servir como cualesquiera otras.

Hacia una moral posible.

Ciertamente la literatura española ha sido, en gran parte, una desesperada reflexión moral. El  antecedente eminente de esta preocupación es, claro está, el Quijote. Anticipó una moderación irónica al radicalismo moral posterior, tal vez porque todavía quedaba cerca la picaresca, y reino e imperio llevaban camino de ida, pero intuyendo ya sus límites definitivos. La joya que corona la lengua de Castilla es obra de un soldado que había cruzado los mares, y presenta a un paisano anacrónico metido a héroe armado. Es la imagen del idealista mesetario vista por alguien que, después de marearse entre piratas y trinitarios, volvía al polvoriento terruño y podía sonreír ante su ingenuo justiciero, que tal vez era él mismo, antes de que la realidad le quitara ilusiones, arrestos heroicos y un brazo. La ironía de Cervantes apunta, anticipadamente, a la tentación autoincriminatoria de lo castellano, de lo español. Se conduele y sonríe.

El ridículo benévolo en que Cervantes coloca al  señor Quijano –el mayor “antihéroe” de la ficción universal– es una bisagra y también una revolución ética: Una bisagra porque se aflojan las categorías de lo bueno y lo malo y se introduce la complejidad moral y estética por la vía del absurdo y la ironía. Ética, porque ya no se trata de la justicia y la honra. Se trata de la compasión y la conciencia. Una cultura admirable, cuyo más acabado mito moral había sido hasta entonces un arranque heroico, digno y fatal –la Jura de Santa Gadea–, descubre, con el caballero manchego, la dimensión interior de una justicia que no se limita a “poner las cosas en orden”, sino que abraza con una melancólica benevolencia al mundo en su imperfección. No sé que haya habido un ejemplo contemporáneo semejante, y eso confirma la impresión de que en España, más que en cualquier otra parte del mundo, todo está en la literatura. En la literatura España construyó su filosofía, su moral, su psicología, la controversia política y la pragmática social. Por eso, probablemente más que en el resto de Europa, distintos escritores parecen encarnar –hechas las salvedades de épocas y circunstancias– a un mismo autor, o metaautor, para decirlo más exactamente. Una red de voces y arroyos de voces que tributan a un mismo río “incesante y fatal” –dirá Borges en su poema “España”–. Ese río es el ser colectivo que se piensa a sí mismo. Y entre las tribus que lo navegan, la de los buenos, realistas y melancólicos: Sigüenza. Y en Sigüenza, su padre, nuestro padre san Gabriel.

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