Especial Gabriel Miró: La compasión inevitable

Gustavo Sapere | REA nº 26 | Publicado en Febrero de 2016

Tercera parte del Especial con el ensayo magnífico e inédito de Gustavo Sapere que REA edita en cinco partes, sobre la figura universal de Gabriel Miró. El autor, experto en psiquiatría y pieza clave de estudios como Literatura y periodismo, una historia de relaciones promiscuas, añade grados a esa endémica fascinación intelectual por Sigüenza que es inseparable de su propio autor, el ojo, la piel y el corazón del gran observador estético que fue Miró.

Años y leguas

Esa inquietante evidencia contempla y padece Sigüenza, inerme, impotente. Una amable tía vieja justifica con mohínes de fragilidad, que unos viajeros dejaran abandonado a un inoportuno moribundo en un tren de provincias. Un pacífico labrador imagina, con gozo maligno, qué sentiría la bestia madre si le viera degollando al recental. Un golfillo travieso deja ahogarse a un cachorro sólo por verle retorcerse. La marrullería vestida de virtud, que se desentiende del sufrimiento que no sabe hablar. El embrutecimiento que ve en el dolor ajeno un motivo de diversión. El pecado original de aniquilar al prójimo para sentirse indemne. Los ínfimos crímenes de la hipocresía, la mezquindad, el amor propio, incluso del aburrimiento. Los ejemplos que nos propone la mirada desolada de Sigüenza son inagotables. El niño enfermo o huérfano, el animal indefenso, el desheredado… y también ese que no puede pasar ante ellos sin hermanarse en la misma vulnerabilidad. Porque en ese mundo donde nada bueno puede darse por seguro, el que no puede sofocar su piedad también se vuelve vulnerable, también siente que la voz no le sale de la garganta. Sigüenza. Los innumerables Sigüenzas del mundo.

Sigüenza salva a Miró del grito sofocado. Le pone palabras al horror minúsculo que penetra como un dardo de hielo. Sigüenza salva a Miró de la angustia de la crueldad que no tiene nombre. Y Miró nos regala ese alivio, que no consuela pero salva. A nosotros, nos salva. Y de un modo simbólico, salva la dignidad del oprimido, porque salva la circunstancia, en un sentido orteguiano (por antipático que resulte citar a alguien que –paradójicamente– no entendió con el corazón la salvación que pregonaba con el cerebro, y por eso desconoció a Miró).

Recursivamente, Sigüenza (Miró, nosotros) es digno de compasión porque vive en un mundo que no se compadece. No se compadece de los pequeños, que él sabe sus hermanos. Y ni siquiera tiene el recurso del odio, porque también mira al cruel con los ojos de un profundo desconsuelo. Mira a los malos inundado de una pena cósmica. Sigüenza ve en el verdugo una como sombra de humanidad faltante. El molde cuya forma justa avisa sobre lo que habría de haber y no hay, pero podría haber habido. Y deseamos, desesperadamente, creer que alguna vez podrá volver a haberlo. Esta es la nota específica del sigüencismo: la comprensión de que el malo y el bueno tienen en común su condición de mutilados morales y emocionales, mutilados complementarios y mutilados por el mismo filo.

Una luz para cada mirada

Hay un rasgo particular de estas comprobaciones que vale destacar. Cómo mira Sigüenza, como miró Miró. Estamos ante una mirada que es una iluminación, el descensus ad ínferos de un ojo que atestigua y aclara. Y lo que más caracteriza a este mirar de luz es su justa intensidad. Los que no somos levantinos y hemos descubierto en algún momento particular diafanidad de esa atmósfera, podemos concebir ese mundo como un universo donde todos los colores pueden expresarse perfectamente, porque no son ocultados por la insuficiencia ni aniquilados por el exceso. La metáfora podría extenderse a otros aspectos de esas comarcas, desde la pintura a la cocina, y tal vez incluso explica por qué, periódicamente, se vuelven allí tan necesarios los rituales del estrépito. En el mundo levantino, los extremos se hallan siempre modulados por una medianía de bondad pagana, y no hay allí Mártir, Dolorosa ni Crucificado que no muestren su sangre como la lágrima de un fruto de estío.

Hasta el pintoresquismo, justamente rechazado por lo mucho que ha servido al silenciamiento del ser colectivo, tiene, sin embargo, un lugar en el equilibrio moral de los pueblos. Blasco Ibáñez lanzó su amarga invectiva en Arroz y Tartana:  …»arròs i tartana, casaca a la moda, i rode la bola a la valenciana». Esa, creo es la expresión más punzante de la autocrítica levantina. Sin embargo, nunca llega a la desgarradora proclama de sus hermanos literarios de la meseta,  donde la maldad individual y colectiva resulta revelada por un fulgor brutal: esa luz castellana tan absoluta que apunta únicamente a las últimas realidades, y en el camino, a veces, quema la imperfección y al imperfecto. Un andaluz, que eligió ser hijo de Soria, lo interpretó, quizás, mejor que nadie, muy poco antes de nacer Sigüenza:

Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales…

(Por tierras de España: Campos de Castilla.)

sentenciará un sombrío Machado. Y esa caracterización es absoluta. Une al sumo mal la suma fealdad:

…que bajo el pardo sayo esconde un alma fea
esclava de los siete pecados capitales…

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