Especial Gabriel Miró: Sigüenza, psicagogo

Gustavo Sapere | REA nº 25 | Publicado en Enero de 2016

Segunda parte del Especial con el ensayo magnífico e inédito de Gustavo Sapere que REA editará en cinco partes, sobre la figura de otro alicantino universal: Gabriel Miró. El autor, experto en psiquiatría y pieza clave de estudios como Literatura y periodismo, una historia de relaciones promiscuas, añade grados a esa endémica fascinación intelectual por Sigüenza que es inseparable de su propio autor, el ojo, la piel y el corazón del gran observador estético que fue Miró.

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La larga familiaridad con el levantino andariego le vienen, a quien escribe estas líneas, de antiguas ediciones porteñas de la Espasa bicontinental. De sus 12 o 13 años, hace ya medio siglo, estudiante secundario en Buenos Aires. Entonces, la limpia sintaxis de don Gabriel, de su paisano Azorín, del melancólico Juan Ramón o del brumoso Valle Inclán, servían para remachar en sus circuitos mentales los mapas de la gramática estructural, cultivada por entonces con entusiasmo de causa. Aún me acompañan unas cuantas frases de aquellas, bestezuelas lingüísticas que debíamos diseccionar hasta separar el más pequeño de sus órganos.

Repito de memoria algunas de aquellas citas. Por ejemplo, esta del gallego, en su época modernista. (Poco después, con apenas 14 años, la profesora nos iniciaría, sin anestesia, en el esperpento, con Tirano Banderas).

Bajo los húmedos laureles, la tarde era azul y triste como el alma de una santa princesa. (Flor de Santidad.)

O esta estocada juanramoniana:

Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empuje de su pechillo en flor al borricuelo, más pequeño, ¡ay!, y más flaco que Platero. (Platero y yo.)

Se da la circunstancia –si se me permite la confesión– de que por aquel entonces aquel lector adolescente estaba a punto de perder a su padre, que fue una especie de Sigüenza, lúcido y pacífico, estremecido por el dolor del mundo.

Con estas y parecidas apelaciones a una sensibilidad naciente, no es de extrañar que Sigüenza fuera, para aquel muchacho en blanco, el rudimento de una educación estética y ética que aun hoy acude en su auxilio, cuando sus indignaciones de casi viejo lo ponen vengador y cerril por las humillaciones de los tiempos y poderes. La piedad por el dolor del mundo se vuelve a veces insoportable, y no sólo ante las injusticias colectivas, sino –y a veces sobre todo– cuando la crueldad y la indiferencia abren sus ojos amarillos desde el rostro de los buenos o –peor aún– de los inocentes. La “banalidad del mal”, que dijo Hannah Arendt. (Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal.)

Esa aparición de la perversidad sin más, alarma a Sigüenza. Y resulta profética para los que, de viejos, confirmamos en el eco de aquellas páginas sensibles las evidencias de la vida amarga. La de después. Como en nosotros, los sobresaltos de Sigüenza nacen de esa comprobación: la crueldad no hace vivac únicamente en los corazones malvados. También en las almas adecentadas o mediocres anidan sus retenes insidiosos. Cuando menos lo esperamos, la lumbre turbia de su tropa insomne chisporrotea en un recodo, una trinchera. La zancadilla feroz de una periodista húngara, que hemos visto hace poco en medio de la huida de los refugiados sirios, es una perfecta estampa sigüenzana. La sonrisa desafiante de uno de los recientes verdugos de París, otra.

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